El funambulista


La entrevista fue llevada a cabo y ha sido escrita por Ana Camallonga. 

Amílkar llegó a Barcelona, desde Ecuador, en 2001. Tenía entonces veintidós años. Dejaba atrás sus estudios de Medicina para reunirse con su madre, que hacía un año que se había trasladado a trabajar a la capital catalana, tras un despido que la había dejado sin trabajo con apenas treinta y seis años. Ninguno de los dos pensaba quedarse allí más tiempo. Trabajar, ahorrar y volver a casa. Ese era el plan.

Su familia, por suerte, tenía medios suficientes de vida. La abuela de Amílkar, una mujer muy trabajadora, había sacado adelante a sus tres hijos pese a que su marido era alcohólico y le había dado muy mala vida. Con mucho esfuerzo, primero trabajando de lavandera y luego llevando un pequeño comercio, la abuela construyó una casa grande, con habitaciones que podía arrendar y así tener unos ingresos extra.

La madre de Amílkar se juntó, con solo catorce años, con su padre, un militar de veintiuno. Tras el nacimiento del niño, las cosas empezaron a torcerse y al cabo de poco tiempo la relación terminó. Amílkar, de hecho, se crio casi desde el principio en la casa de la abuela. Años después, su madre tuvo un segundo marido y de su unión nació otro niño, con el que Amílkar se lleva doce años. Aquella segunda relación se enfrió al cabo de un tiempo y Amílkar, su madre y su hermanastro volvieron a la casa de su abuela.

 El abuelo murió siendo Amílkar pequeño, tras pasarse toda una vida bebiendo. Un presagio, quizá, de la enfermedad que afectaría luego a parte de mi familia, y al propio Amílkar. Con su padre, entretanto, la relación era cordial, aunque no estrecha. Le pasaba un dinero a la madre por el mantenimiento del niño. Pero el hombre rehízo su vida, tuvo otros hijos, y nunca ejerció de padre con Amílkar.

La madre trabajó durante muchos años como contable, hasta que una ronda de despidos la dejó en la calle. Pasó varios meses hundida. Amílkar la oía llorar por las noches mientras pensaba en qué negocio invertir la indemnización obtenida y sacar adelante a sus hijos. Por aquel entonces el hermano de Amílkar era aún un niño, y en Ecuador no hay subsidio de desempleo ni nada que se le parezca.

La idea de viajar a España se la dio a su madre un amigo de la familia, que le puso en contacto con otra ecuatoriana, una monja. Esta le explicó qué pasos debía dar y le buscó empleo, de modo que la madre de Amílkar viajó a Barcelona ya con un empleo como cuidadora de niños. De allí pasó a limpiar en un hotel y más adelante ascendió a camarera de piso.

Amílkar, entretanto, estudiaba en la universidad. Pero un amigo suyo de la infancia, que también se había matriculado en Medicina, tuvo que dejar la carrera tras la muerte de su padre para trabajar, y tras aquello Amílkar perdió parte de su motivación. Su madre, desde Barcelona, lo animaba a seguir. Le decía que ella seguiría allí para que él pudiera estudiar. Amílkar siguió estudiando un tiempo, pero la carrera era larga y los libros costaban mucho, y él veía que otros amigos que habían emigrado volvían con dinero y vivían bien, por lo que decidió viajar a Barcelona él también. Su madre estaba allí, su tía había emigrado también, tenía apoyo familiar, viajaría con un empleo… No parecía difícil conseguir una vida mejor que la que dejaba atrás.

Nada más aterrizar, Amílkar se encontró con una gran sorpresa. En el aeropuerto, junto a su madre, estaba un hombre al que conocía muy bien. Había sido buen amigo de su madre cuando él era pequeño, seguramente algo más que amigo en realidad, y durante aquellos pocos pero cruciales años había sido como un padre para él. Luego el hombre desapareció, cuando se rompió la relación con su madre, y no había vuelto a saber nada de él. Aquello le había roto el corazón siendo niño. ¿Qué hacía junto a su madre en el aeropuerto? ¿Se habían encontrado por casualidad?

Pronto descubrió que en realidad aquel hombre era su nuevo padrastro. En cuanto la madre de Amílkar le anunció a su ex pretendiente que emigraba a España, este lo había vendido todo y se había ido con ella. Por algún motivo, a Amílkar aquello le sentó muy mal. Su madre no le había contado nada. Y él se sentía incapaz de superar la decepción que había sufrido al sentirse abandonado por él de niño.

Pese a todo, Amílkar se fue con ellos al piso que tenían y empezó a trabajar. Su madre le había conseguido un empleo en la construcción, pero solo estuvo un mes en él. Se apuntó a un curso de cocina y pasó a trabajar en el ramo de la hostelería, que le gustaba más. Empezó desde abajo, se lo enseñaron todo. De personal de sala pasó a trabajar en cocina. Fue allí cuando empezó a beber más de la cuenta. Hasta entonces era un bebedor social, que bebía solo cuando salía de fiesta. Pero en aquella época perdió por primera vez el rumbo.

Empezó a cambiar de trabajo con frecuencia. Durante dos años, trampeó la situación. Su familia, con la que seguía viviendo, trató de convencerlo de que necesitaba ayuda. Pero Amílkar no quería escucharles. Se resistía a reconocer que tenía un problema, pese a que dejó de ser capaz de conservar un empleo. Finalmente, su madre lo llevó a Reto a la Esperanza, una organización cristiana con centros repartidos en varios países que acoge a todo tipo de personas con adicciones. Los internos no se someten a ninguna terapia, sino que siguen la guía y el consejo de los voluntarios y trabajadores de los centros, por lo general antiguos internos. El sistema busca el aislamiento del enfermo de su entorno anterior, incluso de su región habitual de residencia, para alejarlo de las circunstancias que lo llevaron hasta la situación de dependencia.

Amílkar ingresó en el centro Reto de La Coruña en 2004. Tenía veintiséis años por aquel entonces. Pasó el síndrome de abstinencia a pelo, sin ningún tipo de medicación. Estuvo sobrio cuatro meses. Pero él no quería estar allí, y no había ingresado voluntariamente, de modo que, en su primer viaje a Barcelona para un trámite relacionado con la obtención de la nacionalidad española, se emborrachó antes de subir siquiera al tren, con el cambio del dinero que le habían dado para pagar el billete.

Pasaron unos meses en los que recayó en su alcoholismo. Trabajaba de vez en cuando y disimulaba su situación lo mejor que podía. Pero finalmente ingresó de nuevo, esta vez en el centro Reto de Salamanca. Esta vez lo hizo más convencido. Había un voluntario muy carismático allí que Amílkar tomó como referente. Ese hombre tenía algo que hacía que Amílkar quisiera ser como él. El problema es que, tras ocho meses allí, aquel voluntario se trasladó de centro. Y Amílkar perdió las ganas de seguir interno.

Volvió a Barcelona y durante un tiempo estuvo bien. Trabajaba y vivía con su madre, su padrastro y su hermanastro, al que su madre por aquel entonces había conseguido traer desde Ecuador. Pero en 2009 Amílkar volvió a notar que le rondaba el peligro. Y solicitó un tercer ingreso, esta vez en Burgos. Fue breve, apenas un mes y medio. A la vuelta, recayó sin remedio.

El cuarto ingreso fue en 2010 y esta vez en el centro que la asociación tiene en Girona. Fue gracias a aquel voluntario que tanta influencia había tenido en él, que se lo encontró un día tirado en la calle, en el Maremágnum. Lo convenció para que volviera a intentarlo, y así lo hizo. Amílkar pasó otros ocho meses más ingresado. Al salir, su madre le preguntó si aquella vez iba en serio. Porque, si no, ella, con todo el dolor de su corazón, no se sentía capaz de tenerlo más en casa.

Amílkar era consciente del dolor que cada una de sus recaídas causaban en su familia, de modo que se buscó un piso y empezó a vivir por su cuenta. Recayó en la bebida, pero se mantenía a flote. Era capaz de llevar una vida más o menos normal. Hasta que tuvo un accidente de coche, en 2014. El conductor, que había bebido, quedó en coma.

Aquello lo hizo recapacitar. Retomó el contacto frecuente con su madre, y se enteró de que en un hotel buscaban a un valet para los meses de verano. Consiguió el empleo y dejó de beber del todo. Durante dos años, se mantuvo sobrio, pese a que sus funciones implicaban estar en contacto frecuente con todo tipo de alcohol. Se dio cuenta de que sentía incluso rechazo por el olor de la bebida. Estaba contento, y vivía de nuevo con su familia.

Aquella buena racha acabó en diciembre de 2016. Durante un mes al año no trabajaba en el hotel, tenía vacaciones forzosas hasta el inicio del nuevo contrato. Se reencontró con una amiga de Ecuador y pasaron el mes juntos. Todo parecía estar bien. Pero, por algún motivo, cuando ella se fue de vuelta a su país y solo quedaban dos días para reincorporarse a su puesto en el hotel, Amílkar entró en un bar y pidió una cerveza. Y fue como si no hubiera pasado ni un minuto desde la última.

Desapareció de la faz de la tierra durante casi dos días. Perdió el móvil, o se lo robaron. Su familia no sabía nada de él. Su hermano se lo encontró dormido en un banco y le recordó que tenía que ir a trabajar en pocas horas. Lo acompañó a un hotel para que durmiera y se duchara. Amílkar llamó a su madre y le dijo que todo estaba bien. Le aseguró que no había bebido. Empezó a trabajar. Cuando llevaba veinte días, una tarde, tras salir de trabajar, se emborrachó. No volvió más. Ni a su casa ni al trabajo. No ha hablado con su madre desde entonces.

Los siguientes dos años en la vida de Amílkar están envueltos en una nebulosa. Perdió el contacto con la realidad. Vivía en un limbo. Al principio alquilaba habitaciones, pero el dinero se agotó pronto, de modo que en 2017 empezó a dormir en la calle. Apenas comía, solo bebía. Olvidó los números de teléfono de su madre y de su hermano.

Hay mucho que no quiere recordar. La vida en la calle es muy dura. Pensó en el suicidio alguna vez. Recordaba a su madre. Cree que él no habría aguantado todo lo que ella ha aguantado con él. Y bebía, sin poderlo remediar. Llegó al punto de no querer dejarse ayudar porque pensaba que jamás saldría de aquello, que no tenía remedio. Que tratar de ayudarlo no valía la pena.

Pasaba tanto tiempo embotado que su integridad física corría peligro. Un día se cayó al suelo en calle y un hombre, fuera de sí, le dio una patada en la cara. Otro, por suerte, lo redujo y evitó que lo rematara. Detuvieron al agresor y a él lo llevaron al hospital de Sant Pau. Fue el primero de varios ingresos. Uno de los tapones que le pusieron en la nariz la primera vez se le cayó y regresó al hospital sangrando.

La fundación Arrels, que tiene su foco de atención en las personas sin hogar, tenía ya por entonces a Amílkar en su radar. Habían cursado en su nombre una petición para ingresar en el Piso Cero, un refugio para personas que duermen en la calle situado en el centro de Barcelona. Consiguió plaza en el piso, donde la única condición era no consumir ningún tipo de sustancia en las horas que pasaba allí. Él seguía bebiendo, sin embargo, y un día sufrió un coma etílico. Por suerte, no estaba solo, sino en el centro de día de Arrels.

Se despertó en el hospital de San Pau, tres días después. Era febrero de 2019. Llevaba sondas y vías por todas partes. El médico le habló con mucha claridad: podía mantenerlo ingresado quince días más y darle medicación para superar el síndrome de abstinencia. Pero también podía darle el alta aquella misma tarde. Él decidía. Tal como lo veía él, se trataba de escoger entre si quería vivir o quería morir.

Amílkar ha sido siempre muy reticente a la medicación contra el mono. Sabe que si se mezcla con alcohol las consecuencias pueden ser nefastas, y no confiaba en ser capaz de evitar el alcohol durante un periodo suficiente de tiempo. Le daba miedo sufrir una embolia y morirse. Pero pensó que si no lo tomaba aquella medicación iba a morir igual. Y que al menos estando en un hospital tendría más posibilidades de salvarse. De modo que aceptó.

Empezó a medicarse, voluntariamente. Y descubrió que la medicación ayudaba de verdad con los síntomas de la abstinencia. Sufría menos temblores y menos ansiedad y era capaz de dormir. A los quince días lo llevaron de nuevo al Piso Cero, con el resto de la medicación. No ha vuelto a beber desde entonces.

En mayo pudo dejar el Piso Cero. Ahora está en una residencia que impulsa la fundación del hospital Sant Joan de Déu, donde está más a gusto porque tiene una habitación propia, y algunos servicios básicos, como sala de ordenadores y comedor. Poco a poco ha ido recuperando las fuerzas. Al principio estaba muy débil físicamente, casi no se sostenía. Se movía con mucha precaución. Su cuerpo había acusado con fuerza tantos meses de mala alimentación y de vida en la calle.

Una voluntaria de la parroquia de Sant Agustí lo ayudó a actualizar su currículum. Envío varias solicitudes y en agosto de 2019 lo llamaron para empezar a trabajar en un establecimiento de hostelería del aeropuerto. Era solo una suplencia de verano, por lo que ahora está buscando otros trabajos, también dentro del ramo de la hostelería. Le gustaría poder tener un trabajo con continuidad. Si su situación se estabiliza, podrá empezar a plantearse buscar un lugar propio en el que vivir.

Si algo ha aprendido Amílkar de esta experiencia es que el apoyo que ha recibido de Arrels, de los asistentes sociales y de un buen número de personas y entidades ha sido crucial en su evolución. Siempre había pensado que las palabras de ánimo no servían de nada, que no eran una ayuda práctica. Pero lo vivido le ha hecho ver que no es así. Que cualquier palabra de aliento ayuda. Y de que para los voluntarios y los trabajadores de esas asociaciones el mejor pago es ver progresar a las personas que están intentando ayudar. Aunque eso no ocurra con tanta frecuencia como sería deseable.

Amílkar no se siente aún con fuerzas de hablar con su madre y con el resto de su familia. Quiere sentir que la tierra está firme bajo sus pies antes de hacerlo. No quiere que tengan que acogerlo en casa. Desea salir adelante por sí mismo. En cualquier caso, cree que su madre no reaccionará mal. Que puede que sienta rabia y alegría a la vez. Amílkar lo entendería perfectamente. Ha estado dos años desaparecido. Quizá lo crean muerto.

Amílkar se siente ahora como un funambulista: si pierde el equilibrio, se cae, y no cree que haya red debajo. Sabe que su enfermedad irá con él a la tumba. Que va a tener que seguir luchando contra ella hasta su último aliento. Pero al menos ahora desea que ese momento quede muy lejos.

Amílkar es un pseudónimo para preservar la intimidad de quién está detrás de esta historia.

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